El mundo de internet al que ya casi nos habíamos acostumbrado, ha cambiado considerablemente con la expansión de la conectividad móvil. La primera consecuencia ha sido la conectividad permanente, que nos lleva a estar todo el día conectados recibiendo y enviando mensajes, correos, imágenes, etc. La segunda consecuencia es la bajada en la edad de inicio en cuanto al acceso a internet, que está convirtiendo en habitual el ver a niños de 10 años realizando selfies y enviándolos por Whatsapp. De hecho, según los datos manejados por el INE (2019), nada menos que el 66% de los niños españoles de 10 a 15 años ya tiene su propio smartphone. Y la tercera, la que más me cuesta asimilar, es el desembarco del mundo de las aplicaciones móviles –apps-.
Es comprensible que mucha gente tenga la necesidad de estar permanentemente conectada, o que simplemente no pueda evitarlo. Se comprende también que los niños quieran tener un smartphone, ya que les permite comunicarse con sus amigos, escuchar música, ver videos en Youtube, hacer fotos, etc, etc. Pero lo que más cuesta entender es que todos, niños y mayores, nos estemos descargando innumerables aplicaciones que están accediendo a la información almacenada en nuestros terminales, y guardándola en servidores que no sabemos ni dónde están ni qué hacen con ella.
Cuando un niño de 12 años (ó de 8) se descarga una aplicación, está aceptando unas condiciones de uso. Aceptar esas condiciones es como firmar un contrato, en el que recibimos un algo a cambio de otro algo. Muchas apps advierten de que van a acceder a la agenda de contactos del terminal, o a la galería fotos, o que van a almacenar información sobre la geolocalización del usuario, o las tres cosas al mismo tiempo… ¿Y qué sucede cuando ese usuario tiene 12 años, 10, 8 ó menos? Nuestra legislación deja claro que no pueden recabarse datos de menores de 14 años de edad, sin el consentimiento expreso de sus padres o representantes legales. Si a una entidad cualquiera se le ocurre recabar datos personales de niños en la puerta de un colegio, sin la autorización por escrito de sus progenitores, sin dar de alta una base de datos en la Agencia Española de Protección de Datos, sin almacenarlos de una forma determinada y cumpliendo toda una serie de requisitos, se puede encontrar con una denuncia acompañada de una buena sanción, como el lógico. Pero ¿Por qué razón las empresas que crean aplicaciones móviles sí pueden actuar de espaldas a todo?
Para colmo, muchas aplicaciones advierten al usuario de que otras “aplicaciones maliciosas” podrían aprovechar la puerta que hemos abierto a su producto para acceder a nuestros terminales móviles y obtener información, por ejemplo. Es decir, muchas no tienen reparos en reconocer que no son aplicaciones seguras. Así, en ocasiones nos sorprenden noticias como que “alguien” ha accedido a los datos de 4,6 millones de usuarios de la aplicación SnapChat, tan utilizada por los adolescentes, y ha publicado parte de los mismos. Pero otras muchas aplicaciones tienen detrás a empresas que no facilitan información sobre la seguridad de sus servidores, o sobre las razones por las que almacenan nuestras fotografías, o sobre el tiempo que van a guardar la información que obtienen.
Muchos niños afirman que sus padres les dejan descargarse aplicaciones siempre y cuando estas no sean “de pago”. Pero ¿de qué creen que viven entonces los equipos de desarrollo que hay detrás de esas aplicaciones? Cuando sabemos que las aplicaciones gratuitas llegar a recabar en ocasiones hasta el doble de información sensible que las aplicaciones de pago.
Padres y madres deben supervisar las aplicaciones que se descargan los niños, aunque se trate de sencillos juegos. Pero sobre todo, menores y mayores, debiéramos acostumbrarnos a utilizar los sistemas de mensajería instantánea y nuestras tablets o smartphones para enviar, obtener o almacenar información NO PRIVADA.
Comparto el análisis en mis canales sociales y recomiendo mi web con temáticas similares: educatecnologo.com